Plaza de Vega
Quinta etapa del tercer paseo
La Plaza de Vega componía el escenario natural para la gran bullanga de las fiestas y mercados, que allí regalaba la aldea niña con sus grandes carretones, de mula poderosa y galga en las dos ruedas, henchidos de fragantes productos del campo largo y de la huerta familiar.
Hoy, la plaza ha transformado totalmente su composición urbana, ha roto sus antiguas estructuras, ha derruido las compactas casonas, cuyos bajos albergaban un comercio menor, para una clientela en apuros, convirtiéndose en uno de los centros más dinámicos y modernos de la ciudad.
Allí, donde otrora rechinaron los broncos ejes de los carromatos y donde se confundía el mosaico multicolor de la provincia: tímidos serranos de Pradoluengo, de Salas de los Infantes o de Quintanar; ribereños de talante altivo, llegados de Roa, de Aranda o de Fuentemolinos; heráldicos parameses del campo de Lerma, de Castrojeriz o de Melgar de Fernamental... es hoy la trepidación acuciante de los soberbios autocares que maniobran en la ancha plaza con su cargamento humano y sus “bacas” fabulosamente cornadas, buscando las anchas bocas de las cocheras. Porque aún es la Plaza de La Vega antesala propicia de un Burgos más severo, más circunspecto, más señorial, que, desde el otro lado del puente, vigila complacido la agitación de la vega, a través de los calados ajimeces de los olmos dorados “estremecidos por el vientecillo de la Plana”, que cruzan sus ramas a lo largo del Arlanzón.
A pesar de los cambios que el tiempo y el animoso resurgir ciudadano ha impuesto a la plaza, o precisamente por esta mutación, resulta sugestivo evocarla en aquellas otras épocas, no por pasadas mejores, en que los mercadillos y ferias que en ella se celebraban convocaban a las gentes labrantinas, afanosas, pero serías en el trato, y a los señores del otro lado del río (“los del castillo”, que dirían en tiempos de belicosa anarquía, cuando la nobleza enfrentaba la dominadora fortaleza a la ciudad), los cuales, atraídos por el color y el gusto a lo villano del amplio zoco, cruzaban los puentes y se gozaban del olor y el sabor de la carne bien sahumada y de la oronda y prieta morcilla de arroz, bien regada la sabrosa colación de buido clarete, abridor de lenguas y concitador de estímulos levantiscos.
El Burgos labriego y señorial se fundía con plácidamente, suceso de bien digna y puntual anotación, por cuanto fueron siempre las gentes burgalesas (tanto monta la jerarquía, pues a todos les tiene el orgullo tiesos y duros como robles), muy dadas y acostumbradas a guardar distancias, y en este contacto nacía o, por mejor decir, se mantenía ese principio burgalés de “las clases coincidentes”, mas nunca confundidas, que constituye, aún en nuestros días, una fórmula jerarquizadora, en la que el respeto mutuo y el sentido generalmente aceptados en resistencias de las proporciones se manifiesta con acentos muy peculiares. “¡Aún hay clases!”, le replica con talante levantado el menestral al gran señor. Y tiene razón. Porque se atribuye el título. La clase es él.
Cualquier tiempo pasado (Victoriano Crémer)
No será para Burgos de poca decencia y utilidad el Parador que el Consulado ha mandado hacer en la plazuela del barrio de la Vega, para alojar con toda conveniencia hasta personas de la primera distinción.
Viaje a España (Antonio Ponz)

