Paseo del Espolón
Duodécima etapa del cuarto paseo

Subía por segunda vez aquella mañana por el tradicional paseo burgalés que, como siempre y a todas horas, excepto las primeras del día o las muy tardías por la noche, estaba lleno de gente, unos para arriba y otros para abajo, adiós y adiós y hasta la próxima vuelta. En Burgos no había que darse cita en ninguna parte; antes de la hora de comer y antes de la hora de cenar, los habituales, por gusto y por costumbre, estaban allí; o paseando o tomándose un vino o una cerveza en alguna de las cafeterías que jalonaban el recorrido, desde el Arco de Santa María al viejo Salón de Recreo, del que solo quedaba ya, como reliquia y recuerdo, su nombre esculpido en madera.
El juez y la joven muerta (Antonio J. Fournier)
A un amigo mío que estuvo el verano pasado en Burgos, le preguntaban este invierno en Madrid, que en donde había veraneado y el muchacho sin titubear contestó muy serio que en el Espolón. Esta categórica respuesta, puede ser que parezca a muchos una “salida de pie de banco”. Porque la verdad es que preguntar por el nombre de una ciudad y contestar con el de un paseo, no parece decir mucho del equilibrio mental del interpelado. Y sin embargo quien conozca la vida burgalesa, no tachará de disparate la salida de mi amigo. [...] En el Espolón se pasea, en el Espolón se ríe, se charla, se hacen y devuelven visitas; en el Espolón sacan novio las niñas y duermen o critican las mamás. En el Espolón, en fin, se hace la vida y porque allí se hace la vida, no hay que extrañar que aquel muchacho al querer resumir en una significativa palabra su verano burgalés, dijese como la cosa más natural del mundo, que “había veraneado en el espolón”.
Un pecadillo de amor (María Cruz Ebro)
Foro y salón, de corte provinciano;
donde abuelos hicieron parentesco;
por jardines y estatuas, versallesco;
recreo de la misa del cristiano.
Los plátanos unidos, castellano
pórtico y columnas de arabesco;
artesonado de verdor, tan fresco
que algo de invierno guarda en el verano.
Se repasaba aquí integral revista;
en sociedad entraba adolescente;
vueltas y vueltas, potencial conquista,
se saludaba sin parar la gente,
¡se la debía conocer de vista!
Los conciertos, verbenas, teatro..., todo;
la ciudad exhibía moda y modo.
Con la nostalgia siento nuevo goce,
viendo a cada quién cómo envejece;
siempre algo queda que se reconoce…
Mientras, el Espolón rejuvenece
recuerdos del paseo de las doce.
Paseo del Espolón (David-Jesús)


Es posible que fuera de general napoleónico Thiebault el que pusiera las primeras piedras en el malecón del Espolón. Pudo aprovechar las piedras de las de las murallas, pero el caso es que desde entonces el Espolón mantiene un cierto sabor versallesco. Lo que verdaderamente lo consagró fue, sin embargo, el Romanticismo y es seguro que por él pasó el primer sombrero de copa que se vio en la ciudad. A veces, cuando veo el Espolón vacío, tengo la impresión de que, de repente, va a parecer un caballero con bastón de concha y sombrero de copa.
Desde los primeros años de este siglo, ha sido el paseo obligado, inevitable, que solo un monje podría evitar, pero jamás un simple ciudadano. Un vestido nuevo no estaba verdaderamente estrenado hasta que no era paseado por el Espolón, bien en el paseo de las doce, bien en el paseo de la tarde. El novio tampoco era definitivo hasta que acompañaba en el paseo a su pretendida.
Allí se hacen públicos los deseos del corazón y se tejía una red de miradas a través del rabillo del ojo. La red caía sobre el predilecto, sobre el forastero, sobre el posible novio. Se paseaba sin cesar, se hablaba, pero ante todo se miraba. Todos miraban a todos.
Los más jóvenes alargaban el paseo hasta el Arco de Santa María, los mayores retrocedían al llegar a los arcos del Consistorio, pero todos seguían en la rueda, sin detenerse, en grupos de tres o cuatro, jamás solos. La noria giraba diez, veinte, treinta vueltas, casi siempre en el mismo orden y, al final, todo estaba claro y mirada tras mirada se establecían las complicidades, los rechazos, las expectativas. Sin mediar palabra todo quedaba convenido.
Los de más edad tenían reservado el andén más abrigado (hoy ocupado íntegramente por las mesas de los cafés). Iban lentos, distantes, seguros, en grupos de señoras —delante— y señores —detrás—, con el gesto de cortesía un poco desdeñoso que ponen los maridos españoles cuando pasean en público con sus mujeres.
Mientras tanto, los “militares sin graduación” y las niñeras, también uniformadas, paseaban sobre el cuarto andén, con más o menos orden, con cortejos llanos y directos y con niños perdidos que habían aprovechado la ocasión para escaparse. A veces, un soldado —¿por solidaridad?, ¿culpabilidad?— ayudaba a buscar el niño perdido.
Como escuela de costumbres el Espolón fue siempre severo. Poco se permitía a la imaginación y el gusto personal. Si por un azar variaba la moda del peinado, todas las mujeres cambiaban a la vez, sin tener en cuenta los gustos personales. Con la moda del vestido pasaba lo mismo. Todos eran casi iguales, mejor o peor hechos, según las fortunas. Las diferencias que, sin duda, las había eran sutilísimas, pues de lo contrario se hubiera considerado una provocación. El lenguaje estaba tan reglamentado que únicamente, de vez en cuando, aparecía una expresión nueva, que pronto era repetida por todos. Naturalmente, las mujeres, sobre todo las damiselas, tenían un lenguaje distinto y cuando se decía alguna palabra “inconveniente” no “oían”.
Todo el mundo estaba “fichado”, con puesto de trabajo, dinero, familia, amoríos y todos los datos necesarios para “neutralizarlo”. La hija del diputado tenía “algunas cosas”, la hija del sastre de la plaza “tenía otras”, se conocía a las modistillas, a las chicas de “poco pelo”, y otras que era mejor no nombrar, pues llamarlas “ligeras” era poco. Lo mismo los hombres, sobre todo, los que estaban en edad de “acercarse al altar”.
Pero todos, fichados, catalogados, reglamentados, acudían cada día, y nadie se atrevía a faltar. Hasta los que iban al cine, daban una vuelta antes de irse a casa para cenar.
Diez lecciones de sociología (Luis Martín Santos)

Los Reyes
Cuatro efigies de monarcas
en sus altos pedestales
guardan con cetro y espada
las cuatro esquinas del aire.
Al fondo, el Ayuntamiento;
arcos de continuo abiertos
¿corrientes de pensamiento?
Burgos, final de milenio (Manuel L. Bouza)
La capital burgalesa soporta el aplastante calor estival de la meseta. En el Paseo del Espolón, desde los ventanales del Casino se puede observar cómo los árboles alineados, entrecruzando sus ramas, ofrecen agradable frescura a las personas que caminan por su sombra. Enfrente, ligeramente a la izquierda del Teatro Principal, comienzan los floridos jardines donde las niñeras cuidan a los infantes. Nodrizas de grandes pendientes y delantal inmaculado, empujando los cochecitos van y vienen hasta el lugar donde se encuentran los cuatro Reyes, las cuatro estatuas de piedra que, oscurecidas por los años y cagadas de palomas, resisten indiferentes el paso del tiempo. Un poco más allá, después de las manchas rojas de los barquilleros, se adivina el cauce del Arlanzón. Las las terrazas de los cafés, atestadas de parroquianos protegidos por sombrillas de colores del sol implacable, son el lugar de reunión de los burgaleses al mediodía. La luz de través ilumina el puente y, sobre el murmullo sordo provocado por el gentío, se oyen los agudos chillidos de los vencejos volando raudos a lo largo del río.
Las conversaciones de las gentes quedan opacadas por la banda del regimiento de Infantería, que alegra el paseo con el potente sonido de los bronces. Los músicos, aburridos, miran de reojo los movimientos de la batuta de un capitán canoso de gesto arrogante, soplan con los carrillos hinchados los instrumentos de viento, y aporrean con fuerza los parches de los tambores. El público conoce el reiterado repertorio: La Arlesiane, Poeta y Aldeano y El Sitio de Zaragoza, alternan con Las Bodas de Luis Alonso y, como siempre, se termina con alguna marcha militar.
En el primer piso del Casino los socios, detrás de amplios ventanales, ocupan las mesas observando el ir y venir de la gente.
Cuando ardió la piel de toro (Gonzalo de Sebastián)


El Espolón de Burgos es un punto geográfico de referencia nacional. Nació como Holanda, ganando terreno pero al río en vez de al mar. Y como Holanda, estaba a ciertas horas lleno de flores y de vacas hoscas y rumiantes. Hoy es ya una reliquia para enseñar y hacer literatura costumbrista. Durante cien años ha sido escenario de los más pintorescos sucedidos de la vida social burgalesa. Centro vital de la ciudad, lugar de encuentro, de esparcimiento y divertimiento de juegos infantiles de aquellos de calle y panda, y de juegos políticos de categoría localista. El Espolón, entorno de convivencia ciudadana, hace sesenta o setenta años era un claro exponente de las diferencias y clasificación social de los burgaleses, porque hasta para pasear estaban separados. Las clases iban de arriba abajo, por la más derecha, la acera del Café Suizo, hoy Círculo de la Unión o Casino, paseaba lo más selecto de la sociedad, en especial la juventud en edades de merecer. En este espacio los “niños bien” piropeaban a las niñas “mejor”, llamadas damiselas, y de aquello podría resultar un arreglo matrimonial o un “flirteo”, antecedente histórico del “ligue” pasional. Era de la clase media para arriba, “pollos pera”, hijos de papá, niñas bien de casa mal o niñas mal de casa bien, un embrollo sociológico difícil de explicar con los esquemas convencionales de la modernidad. La acera del Suizo era lo distinguido. Por el centro desgastaban las suelas de los zapatos o de las alpargatas la clase media tirando para abajo, llamada, no sabemos si despectivamente, “el percal”: obreras, modistillas y correspondientes pretendientes, artesanos y menestrales. Y por fin, Las Acacias, un largo andadera reservado para la bulla, niños, niñeras, barquilleros y soldados. El paseo de Marceliano Santa María, destinado para parejas legalizadas o a punto de compromiso: “Aquí mi prometida”, decían los que ejercían la profesión de novios.
Los Burgos perdidos (Virgilio Mazuela)
Puntea el árbol tu medido trazo
de verdes abundantes, te hace asilo
la piedra del recuerdo y en sigilo
velas la catedral con recto brazo.
Noria del ocio. En tu gentil regazo
reclina la ciudad su eterno estilo;
el tiempo como inválido tranquilo
se rinde a la insistencia de tu abrazo.
Tu ardiente palpitar intuye al aire
idilios impensados y sorprende
la plácida quietud de tu alameda.
Besas dos puentes con sutil desgaire
y cuando el cielo en alborada prende,
un halo rubio en tu mirada queda.
Iberia, visión impresionista (José Luis Camarero)
