Paseo del Empecinado
Duodécima etapa del tercer paseo

La belleza paisajística de Burgos se puede medir de puente a puente. Hasta el puente de la Estación, lo que se extiende es un paseo singular, el llamado Empecinado, formado por altos árboles sombrosos, orillado por el convento del Carmen, con sus piedras de musgo y ensueño, con su bóveda vegetal y su fuente en medio, con sus cuatro caños de agua cristalina y fresca, es aquello un paraíso umbroso, uno de los lugares más deliciosos de la ciudad. Todavía hasta el puente Malatos se extiende otra larga orilla de verdor y de hermosura, siguiendo el curso del río. Es todo tan hermoso, tan esplendoroso, que la naturaleza lo señorea todo. Burgos, la ciudad de los puentes, se sueña así universal y única, tal como Mambruno la concibe, tal como la ha ido viviendo, desde el puente nuevo de San Pablo, con su galería cidiana, hasta el puente de Malatos, por donde cruzaban los leprosos en larga procesión doliente, en la época del medievo.
Memorias de Mambruno (Juan Ruiz Peña)
Hacía una mañana espléndida, una de esas mañanas que le robaban a él mientras permanecía atrapado en su pupitre. Llegó hasta el paseo del Empecinado y se sentó en uno de los bancos. Al otro lado se veían los árboles del río, envueltos en una bruma luminosa. Sus compañeros ya habrían entrado en el aula y el hermano Lucio estaría dando comienzo a la clase de Religión. Sólo faltaba una hora para el examen de Física... Por la carretera pasaban algunos camiones rodando hacia el oeste, hacia Valladolid, hacia Portugal. (Le sería posible hacerle señas a alguno y pedirle que lo llevará muy lejos. Comenzaría así una vida de aventurero, de vagabundo y, años más tarde, escribiría un libro contando sus andanzas. Quizá sin saberlo estaba viviendo el minuto decisivo, el minuto más importante de su existencia.
Bastaba con cruzar la carretera y parar uno de aquellos camiones. ¡Cuántos genios, cuántos hombres ilustres habrían comenzado de ese modo! Porque él quería ser alguien, él no deseaba asfixiarse en aquella ciudad, en aquella sima…). Se removió un poco cuando un hombre cruzó frente a él y le lanzó una mirada. Debía resultar sospechoso permanecer sentado en un banco a aquellas horas. A lo mejor el hermano Lucio había tomado nota de su ausencia y durante el recreo hacía una llamada a casa interesándose por su salud. Desde el asunto del boletín, lo tenían vigilado. Quizá la policía comenzase a buscarlo esa misma mañana... Recordaba cómo habían pescado a Olmedilla el curso anterior: se había pasado dos noches entre los árboles del Parral, casi sin comer, cuando lo encontraron los guardias. (Claro que Olmedilla era algo tonto. A él, cuando quisieran cogerle, ya estaría muy lejos. Cambiaría de nombre y trabajaría durante unos meses en alguna granja. Y, después, ¡a ver mundo! ¡A África, a América, a la India!).
El soñador furtivo (Jesús Carazo)
