Convento de Santa Clara
Cuarta etapa del quinto paseo
Al final de unas calles de las afueras, con jaulas de pájaros y tiestos de geranios en las ventanas, con unas cortinas en los balcones que son las encargadas de decir adiós a los días; en ese deleitoso sitio que las viejas guías situaban “cerca de las eras”, vive entre un sol campesino este buen convento de Santa Clara.
El campo seco de las afueras le da todo el aire agreste que necesita para sobrellevar su vida de aldeano en la ciudad, de último aldeano —casi último romántico— en que le van convirtiendo las casitas recién construidas a su alrededor.
El buen convento quiere escaparse de esta vida burguesa y geométrica. Trata de elevar su espadaña —una ventana ciega, otra en la que tiembla el campanil de las monjas— como buena cofa para otear el camino, todavía impreciso, por el que ha de dirigir su rumbo. ¡El pobre convento, rodeado de las conquistas de la ciudad!
Algunos cerros se asoman por las cercanías —hierba sucia, campo andrajoso— para darle ánimos, como esos chicos que de lejos dicen “¡suéltale, suéltale!” al grandullón que tiene preso a un compañero.
Ya ni los arqueólogos de la ciudad se ocupan de él. Vive olvidado, solo, triste, tomando el sol que va a las últimas calles. Tampoco le citan las guías. Algún viajero perdido, raro, curioso, se encuentra insospechadamente a su lado. Y le visita lleno de asombro, como aquel Manuel de Assas, cronista viajero en la primera mitad del siglo pasado, o como este Pedro Salinas, frugal gustador de afueras y jovial viajero por Castilla en los recientes veranos.
Aparte de otras interesantes cualidades históricas, este convento es una pura muestra del más sencillo y primitivo ojival. Y un buen álbum de graciosas perspectivas. Su “compás”, sobre todo, es uno de los más sabrosos rincones que guarda la ciudad, y desde luego el más puro museo de viejas estampas: quietud, silencio, placidez, plasticidad. Dentro del “compás”, una novela de Azorín se elabora espontáneamente en unos minutos, sin pérdida de detalle: la reja de gruesos barrotes, el torno, los soportales del atrio, la descolorida estampa de la Virgen, los muros jugosos de sol, la puerta que chirría —se oye su queja al abrirse, después el lento mayido que lanza cerrándose sola; por fin el portazo con el que empuja a toda la vida alborozada de la calle, que quiere colarse—, etc.
El convento apoya su vejez en los contrafuertes. Vive solo, olvidado, silencioso. Pero no quiere nada, ni lo pide. Le basta con ese sol —más cuidadoso y pacífico que el de la ciudad— que acompaña sus ocios. Y con este buen ánimo que le viene de los cerros lejanos, y a veces se convierte en airecillo travieso para hacer sonar su alegre campanil con el más vivo y puro son de los campos.
Cartones de Burgos (Eduardo de Ontañón)

Convento de Santa Clara:
¡qué rincón para el silencio
mientras conversan las almas!...
La gravedad de la piedra
se hace fervor en las alas
de columnas, arcos, nervios,
ascendiendo en filigrana
entre ojivas y arbotantes
la oración petrificada.
Y que airosa,
flecha al azul, la espadaña.
La Luna besa en el huerto
capullos albos de escarcha
y hacen guiños las estrellas
a las rosas perfumadas.
¡Qué noche para el silencio
mientras conversan las almas!...
Un campanil, centinela,
repica al rayar el alba.
¡Revuelo de tocas blancas!...
Tras secretas celosías
las monjas rezan y cantan,
rezan y cantan,
cantan…
En el claustro y en el huerto
¡Cuántas flores, Santa Clara!...
“Convento de Santa Clara”
Antonio Rodríguez Llanillo)

