Consulado del Mar
Decimotercera etapa del cuarto paseo
En Syurgo estuvo el mar
alguna vez volverá.
Cantaba Ramón mientras paseaba frente a la puerta de la biblioteca pública, que estaba en el antiguo palacio de La Embajada del Mar.
En esto han cambiado las cosas desde que somos novios —pensaba—. Ayer no la habría esperado ni un minuto.
Pero hoy, caminaba arriba y abajo como un centinela ante la puerta del cuartel.
Desde hacía dos años, Ramón y Mar eran socios de aquella biblioteca.
Para ellos el carné de lector era mucho más que una cartulina con su fotografía.
Era su primer carné de identidad.
Era su billete para interminables viajes de placer.
Ea su pasaporte para entrar en el mundo de la aventura: aventuras de navegantes y piratas, aventuras de Robinsones y buscadores de tesoros submarinos, aventuras en los mares del Sur y en los mares misteriosos de algún planeta lejano.
Pero hoy no pensaba pedir ninguno de aquellos libros.
Habían decidido comenzar a investigar la relación de Syburgo con la mar; y la biblioteca pública era el mejor sitio para iniciar aquella investigación. Allí estaban todos los libros de historia de la ciudad.
Lo primero que les interesaba era averiguar algo sobre el palacio de La Embajada del Mar, que tenía en lo alto un medallón de piedra con un ancla.
Ramón caminaba, de izquierda a derecha, frente a la puerta de la biblioteca. Con la mirada fija en el reloj que había al comienzo del paseo, trataba de detener el tiempo o acelerar la llegada de Mar.
Como vio que se retrasaba más de media hora, decidido entrar solo.
Subió las escaleras y empujó una puerta acristalada que había en el rellano del primer piso.
En la sala de lectura olía a silencio y a papel impreso. La bibliotecaria le sonrió, se dirigió a uno de los estantes, donde guardaba los libros que estaban reservados y le entregó el ejemplar de “La isla del tesoro” que estaba leyendo.
—No. Hoy necesito otro libro. Mi... amiga... Mar y yo estamos haciendo un trabajo de vacaciones.
—¿Y cuál es el tema?
—Es... sobre Syburgo y el mar. Busco algún libro que hable de este palacio... cuando aún era La Embajada del Mar.
—Algo tenemos por aquí —sonrío la bibliotecaria, mientras consultaba unos ficheros.
Cogió la escalera, la acercó a una de las paredes llenas de libros y subió hasta el último estante.
Bajó un volumen grueso encuadernado en cuero rojizo.
Lo llevó a su mesa, limpió con un trapo las pastas del libro y lo abrió por la mitad. Cuando lo cerró con un golpe seco, se levantó una nube de polvo.
—Parece que no está muy solicitado —bromeó Ramón tosiendo por el polvo.
—Yo creo que es demasiado complicado para ti —dijo la bibliotecaria.
Luego, con una sonrisa misteriosa, continuó:
—Aunque... seguro que encuentras alguna pista interesante…
Las mesas de la biblioteca eran alargadas y tenían cuatro puestos de lectura a cada lado.
Con el libro bajo el brazo, Ramón se dirigió una mesa vacía al fondo de la sala. Buscaba un sitio tranquilo lejos de Marco, que estaba en la primera fila leyendo un álbum de historietas. Ocupó su puesto y colocó el cuaderno un lado para reservar otro sitio.
Las raíces del mar (Fernando Alonso)



A las cuatro entró en la Biblioteca y buscó en el fichero la sección de ‘Geografía. Viajes’. Deseaba algún libro sobre África. Eligió dos y, cuando el encargado se los entregó, se sentó a hojearlos en una de las mesas. Aún faltaba casi una hora para su cita con Asun. Aquel paseo diario se estaba convirtiendo en una fastidiosa costumbre. Quizá esa tarde podría insinuar que sería mejor que no se vieran con tanta frecuencia... Pero no iba atreverse. Asun comenzaría a sospechar, hacerle preguntas... Ahora le parecía sentir por la muchacha una piedad blanda llena de remordimientos. Ahora era ella quien le cogía la mano, quien lo miraba siempre llena de ternura, quien retrasaba un poco, cada tarde, el momento de la despedida. Pero todo eso le hacía a él retroceder, alejarse…
A través de las ventanas de la Biblioteca se veían los árboles del Espolón. Un hombre caminaba ahora entre ellos llevando al hombro un capirote morado. Otro año más las procesiones destilarían su macabro perfume: sayones de escayola, grotescos penitentes, mudos enmascarados atisbando por los agujeros de sus caperuzas... Las bisagras de la puerta de batientes rompieron el silencio de la sala. Una muchacha delgadita, muy seria, fue a sentarse frente a él.
El soñador furtivo (Jesús Carazo)