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Calle de la Calera
Cuarta etapa del tercer paseo

Donde la ciudad tiene su cielo más tranquilo, su aire más dorado, sus nubes más lentas, sus humos más transparentes, sus rincones más sombríos, su algazara más jugosa es alrededor de los palacios del Renacimiento. Como si también el ambiente estuviera cincelado. Como si quisiera corresponder cumplidamente a tanto ornamento. Como si el reino de los tejados —aires, y pájaros, y humos, y chimeneas— se hallara más gustoso sirviendo de halo a las torres hidalgas.

Esta “Casa de Íñigo Angulo” no tiene otro engolamiento que el de su nombre. Por encima de un panorama de tejadillos humildes y de frescas galerías, asoma las orejas de sus torres con tradicional altivez. Pero sin orgullo. En cada una, la mirada cejijunta de un aljimez, se duele de soledad y esplendor perdido. No bastan los escudos señoriales, ni los adornos renacentistas, ni el empaque de la portada para sostener su aire glorioso. Se siente decididamente vieja, decaída, abandonada. Y, seráficamente, se dispone a morir.

A su lado asoman las flechecillas, más engreídas, de otra casona ilustre: la de Miranda. Cerca suenan todos los timbres de una ciudad de fines del siglo XVII: el martillo de un herrero, el grito espeluznante de un gallo, los últimos pregones que, fieles a su tiempo, vienen acogerse a estas calles de silencio cocido al sol. Pero las torres se dan cuenta de la ficción. Para eso las dieron su sentido avizor. Tienen comprobado el desbaratamiento de su época. Y se preparan a bien morir, la vista fija en el cielo, la altivez perdida, la placidez ganada, dando a todo el palacio la sensación correspondiente de ruina curiosa.

Ya estas casas no aparecen ni en la guía para el viajero. Su mismo apartamiento, su mismo silencio las ha perdido. “Sí. Allí hay unas casas antañonas”, dice de repente el último rapsoda de la ciudad. Pero como para verlas habría que cruzar el río y meterse por unas calles abandonadas y descubrir rincones pueblerinos, ni siquiera invita a la visita.

Sólo alguna vez aparecen en graciosas relaciones históricas. O en novelas retrospectivas. Por ejemplo, cuando Baroja a vueltas con sus conspiradores ochocentistas, quiere dar una sensación de Burgos en principios del siglo XIX.

“Bueno. Hay que advertir que el barrio de Vega está fuera de la muralla, al otro lado del río. Cuando llegue usted a la calle de la Calera, en esa calle, a mano derecha, verá usted una casa grande con dos torreones en las esquinas. Empezando a contar desde esta casa, en la misma acera, en el séptimo portal llamará usted”, dice el Padre Pajarero al Echegaray de las “Memorias de un hombre de acción”.

Esa casa grande de los dos torreones, es está. Que acaso no sirve para otra cosa que para tan grato regusto barojiano de conspiración y leyenda.

Cartones de Burgos (Eduardo de Ontañón)

Casa de Íñigo Angulo en la Calle de la Calera (Museo de Burgos)
Patio de la Casa Miranda (Museo de Burgos)

La casa de Miranda, perfecta y respetuosamente de vuelta a su primitivo ser, es una pieza de primer orden. La fachada, de sillería hasta media altura y de piedra y ladrillo en la parte superior, lleva una puerta del plateresco más afinado: arco redondo cincelado, doble columna en los laterales, medallones en las enjutas y friso con blasones y dos figuras alegóricas, entrelazado todo entre grutescos y flamas [...] El patio, con columnas que van complicando su orden hasta el capitel, es bellamente renacentista, armonioso, con la galería alta completamente abierta. En el centro hay  una bonita fuente con la pila sostenida por un salvaje. La escalera es hermosa, con esmerada labra plateresca.

Castilla la Vieja. Burgos (Dionisio Ridruejo)

Este bar tiene la esencia
del cantar y la guitarra,
aquí la voz se desgarra
y escucha la concurrencia.

No existe “comparescencia”
del profano al erudito,
de cantar a voz en grito
al cante de campanillas.

La hora bruja del Patillas
es arte, sabor y rito.

Tríptico flamenco (Francisco Arana)

Bar Patillas (Burgos)
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